Una serie de delitos contra niños
obliga a preguntar por las medidas de choque y de fondo que se requieren para
frenar las aberraciones contra menores, que se supone merecen especial
protección.
La violación y asesinato de una menor en Fundación,
Magdalena; el secuestro de un chico en Norte de Santander, el ataque en
Antioquia a un autobús que transportaba niños y la persistencia de otros
delitos gravísimos (explotación sexual y laboral, oferta del microtráfico,
reclutamiento forzado e instrumentalización por parte de pandillas urbanas)
ponen en primera línea de atención a la infancia del país.
Esta población, para la cual la legislación
nacional e internacional exige especial protección, se descubre en notoria
desprotección y vulnerabilidad por parte de actores de la ilegalidad, pero
también dentro de sus propios entornos escolares, sociales y familiares. Los
hechos recientes son un indicador de lo expuestos y golpeados que se encuentran
hoy los niños en Colombia.
Y si ello ocurre contra aquellos que tienen nuestra
ciudadanía, ni qué decir de cientos de menores que están llegando con la masiva
migración venezolana de los últimos tres años. Ellos también ostentan una
humanidad y están amparados por derechos que se deben defender.
Se cumple una semana del secuestro del niño C.J.,
de cinco años, en el municipio del Carmen, en Catatumbo. Una zona donde los
menores a lo largo de 2018 han sufrido los combates y hostilidades de la guerra
entre el Eln y el Epl (facción conocida como “los Pelusos”). El resultado ha
sido la suspensión de las jornadas escolares, el desabastecimiento alimentario y
el miedo generalizado entre niños y padres por la inseguridad.
El secuestro de este infante, entonces, es una más
de las numerosas agresiones sufridas por los chicos de esa parte de Norte de
Santander. Incluso, en uno de los diarios nacionales se presentó hace un par de
meses la historia de una niña alcanzada por balas de fusil en el abdomen, que
estuvo entre la vida y la muerte al ser impactada, y que hoy continúa con
tratamientos permanentes por los daños causados a su sistema intestinal.
El espectro es diverso: está fresco en la memoria
el asesinato de Yuliana Samboní, ultrajada en un edificio del norte de Bogotá,
imagen que revivió la semana pasada con el homicidio de una menor de nueve
años, primero violada y cuyo cadáver luego fue incinerado por su asesino.
Este contexto de actos brutales contra niños y
adolescentes suscitó nuevos pedidos de cadena perpetua y castración química
para los abusadores de menores, pero en pasado editorial enfatizamos en que
“hay que pedir castigo efectivo para quienes cometen crímenes contra los niños.
Pero más que penas sin fin, se requiere justicia eficaz. Y la sociedad no puede
delegar sus deberes”.
El último concepto alude a la enorme
responsabilidad que asiste hoy a Estado, padres de familia y educadores, en la
tarea de garantizar espacios y procesos dignos y controlados de desarrollo
humano para los niños. En los que se les permita ejercer y disfrutar su
infancia blindados contra condiciones adversas de seguridad y abandono.
Entornos que les faciliten disfrutar sus derechos y en los que se priviligie su
salud física y emocional.
Avergüenza conocer y comprobar la
orfandad en que se desenvuelven miles de niños del país, y que otros, aunque
gozan del amor y la protección familiar, terminan afectados por diferentes
fenómenos criminales que vulneran sus libertades. Colombia, bajo el liderazgo
de las autoridades, debe emprender una campaña decidida por el bienestar de sus
niños de todas las condiciones y estratos. La realidad lo exige.
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