Sin
duda una de las cosas más ingratas de la vida es aguantar a los imbéciles. De
pequeño, estos imbéciles eran claramente identificables: llamaban a los otros
gordos, enanos, maricones, o pordioseros o cuatro ojos, independientemente de
que ellos lo fueran también. Los otros eran —éramos— “los otros” porque no sentíamos la necesidad ni
encontrábamos placer en insultar a nadie. Nos expandíamos y replegábamos en función de nuestras
posibilidades de supervivencia y relación, pero no intentábamos ganar terreno a
costa del escarnio.
Después,
uno crece y va conociendo distintos tipos de imbecilidad o, más bien, distintas
formas de enmascararla porque, al final, la imbecilidad es un concepto
inmutable. Uno crece y va descubriendo en sí mismo fragmentos de esa
imbecilidad y se aplica en extraerlos con pinzas o telequinesia. Uno cuestiona
la objetividad de sus diferencias con los imbéciles a diario, pero
periódicamente obtiene una visión global de la imbecilidad ajena y entonces
dice: Dios, yo no soy así.
Porque
yo sigo sin dedicarme a criticar a los demás, a decir si son o no “SON BUENOS
TRABAJADORES, ESTUDIANTES”, si son o no “auténticos”, o “cultos”, o “lectores”,
o “petulantes”, o “talentosos”, que no son más que etiquetas evolucionadas de aquellos
gordos, maricón y cuatro ojos.
El imbécil se caracteriza,
sobre todo, por no dejar tranquilo a los demás. Hay una fuerza interior
que le empuja a tratar de adoctrinar con su visión del mundo —de inestimable
valor—, a buscar la complicidad de otros imbéciles cuando medra o arrincona;
tiende, básicamente, a considerarse superior y a aplicarse con vehemencia en
labrarse una reputación de ser elevado.
El
imbécil es un secundario mal construido, porque sólo tiene una cualidad que
utiliza invariablemente para hacer avanzar su trama de folletín y, además, es
plano, ya que sus contradicciones son tan obvias que no dejan lugar a la
sorpresa. El imbécil NO MOTIVA, LO CONTRARIO DESTRUYE cuando está en un puesto de
paso y puede decidir, él solo, el que es un “gran libro” y el que es resto no
sirve, Porque todo imbécil tiene su camarilla. Y eso no es lo malo. Eso puede
incluso ser lo bueno. El problema es que no reconoce las diferentes
circunstancias a las que los demás se han enfrentado en la vida, Todo esto,
para el imbécil, es símbolo inequívoco de pereza, de mediocridad, de falta de
rigor, y cualquier intento de promoción de las propias cualidades en el que
incurran estas personas es, automáticamente, un acto de vanidad, de impostura,
un acto antiestético perpetrado por un perdedor. No entienden, o quizás no
entienden en ese momento, que una persona puede tener objetivos simultáneos en
la vida, que a veces es difícil priorizar entre ellos, elegir entre sentarte en
la alfombra y jugar con tu hijo o leerte la última novela de tu autor favorito,
entre descansar o escribir, dormir etc. Y, sobre todo, no entienden que nada de
esto es excluyente, pero que no renunciar al juego, al descanso y a la cocina
significa avanzar más despacio hacia los otros objetivos.
A
mí me importa ir lento, sufro cuando veo lo lento que voy, pero, por suerte,
después se me enciende una bombilla y recuerdo cómo fui y cómo soy, veo el
camino recorrido y las metas volantes atravesadas y pienso que, quizás, si no he sido más
imbécil en la vida es porque no he tenido tiempo suficiente, y porque el que he tenido no
lo he perdido en fijarme en los demás si no era para aprender de ellos, cuánto
menos para FASTIDIARLOS.