viernes, 6 de enero de 2012

Profesor renuncia a su cátedra porque sus alumnos no escriben bien

Profesor Camilo Jiménez - Universidad Javeriana

Foto: Archivo particular

camilojimeneze@gmail.com

Blogs: Bocas de ceniza, El ojo en la paja

Licenciado en Lingüística y Literatura de la Universidad de Antioquia y con estudios de Comunicación Social en la Universidad Pontificia Bolivariana. Ha sido editor en la Editorial Universidad de Antioquia, la Secretaría de Educación de Antioquia y ha trabajado como editor y lector independiente para editoriales como Planeta, Alfaguara, el Centro Editorial Javeriano, el Instituto Colombiano de Antropología e Historia y Eafit. Fue director del Centro Editorial de la Universidad del Rosario. Desde el 2002 hasta el 2009 fue editor de la revista El Malpensante y en la actualidad es Jefe de Redacción de Soho. Ha dictado cursos y talleres de escritura y temas editoriales en diferentes instituciones como la Universidad de Antioquia, la Pontificia Universidad Javeriana, la Universidad Distrital y la Universidad Externado. Artículos y traducciones suyas pueden leerse en varios números de la revista El Malpensante y en la sección de crítica de libros de Soho.

Camilo Jiménez, periodista y profesor de Comunicación Social de la Javeriana, renunció a su cátedra.

Un párrafo sin errores. No se trataba de resolver un acertijo, de componer una pieza que pudiera pasar por literaria o de encontrar razones para defender un argumento resbaloso. No. Se trataba de condensar un texto de mayor extensión, es decir, un resumen, un resumen de un párrafo, en el que cada frase dijera algo significativo sobre el texto original, en el que se atendieran los más básicos mandatos del lenguaje escrito -ortografía, sintaxis- y se cuidaran las mínimas normas: claridad, economía, pertinencia. Si tenía ritmo y originalidad, mejor, pero no era una condición. Era solo componer un resumen de un párrafo sin errores vistosos. Y no pudieron.

No voy a generalizar. De 30, tres se acercaron y dos más hicieron su mejor esfuerzo. Veinticinco muchachos en sus 20 años no pudieron, en cuatro meses, escribir el resumen de una obra en un párrafo atildado, entregarlo en el plazo pactado y usar un número de palabras limitado, que varió de un ejercicio a otro. Estudiantes de Comunicación Social entre su tercer y su octavo semestre, que estudiaron doce años en colegios privados. Es probable que entre cinco y diez de ellos hubieran ido de intercambio a otro país, y que otros más conocieran una cultura distinta a la suya en algún viaje de vacaciones con la familia. Son hijos de ejecutivos que están por los 40 y los 50, que tienen buenos trabajos, educación universitaria. Muchos, posgraduados. En casa siempre hubo un computador; puedo apostar a que al menos 20 de esos estudiantes tiene banda ancha, y que la tele de casa pasa encendida más tiempo en canales por cable que en señal abierta. Tomaron más Milo que aguadepanela, comieron más lomo y ensalada que arroz con huevo. Ustedes saben a qué me refiero.

Por supuesto que he considerado mis dubitaciones, mis debilidades. No me he sintonizado con los tiempos que corren. Mis clases no tienen presentaciones de Power Point ni películas; a lo más, vemos una o dos en todo el semestre. Quizá, ya no es una manera válida saber qué es una crónica leyendo crónicas, y debo más bien proyectarles una presentación con frases en mayúsculas que indiquen qué es una crónica y en cuántas partes se divide. Mostrarles la película Capote en lugar de hacer que lean A sangre fría. Quizá, no debí insistir tanto en la brevedad, en la economía, en la puntualidad. No pedirles un escrito de cien palabras, sino de tres cuartillas, mínimo. Que lo entregaran el lunes, o el miércoles.

De esas limitaciones y dubitaciones, quizá, vengan las pocas y tibias preguntas de mis estudiantes este último semestre, sus silencios, su absoluta ausencia de curiosidad y de crítica. De ahí, quizá, vengan sus párrafos aguados, con errores e imprecisiones, inútilmente enrevesados, con frases cojas, desgreñadas. Esos párrafos vacilantes, grises, que me entregaron durante todo el semestre. Pareciera que estoy describiendo a un grupo de zombis. Quizá, eso es lo que son. Los párrafos, quiero decir.

El curso se llama Evaluación de Textos de No Ficción y pertenece a la línea de Producción Editorial y Multimedial de la carrera de Comunicación Social de la Universidad Javeriana. En cuanto a lecturas, siempre propuse piezas ejemplares en los géneros más notorios de la no ficción: crónica, perfil, ensayo, memorias y testimonios. A partir de clásicos nacionales y extranjeros, los estudiantes componían escritos como los que debe elaborar un editor durante su ejercicio profesional. Primero, un resumen: todos los textos de los editores son breves, o deberían serlo -contracubiertas, textos de catálogo, solapas, etcétera-. Una vez que la mayoría hubiera conseguido un resumen pertinente y económico, pasábamos a escritos más complejos: notas de prensa y contracubiertas, para terminar con un informe editorial o una reseña.

En el centro de todo el programa estaban la participación y la escritura de textos breves a partir de otro texto mayor. Insistí siempre en la participación en clase para fomentar actividades que noto algo empañadas en la actualidad: la escucha atenta, la elaboración de razones y argumentos, oír lo que uno mismo dice y lo que dice el otro en una conversación.

El otro concepto transversal, la economía lingüística, buscaba mostrarles la importancia de honrar la prosa. Si uno en 100 palabras debe sintetizar un libro de 200 páginas, debe cuidar cada palabra, cada frase, cada giro. En últimas, la palabra escrita les dará de comer a estos estudiantes cuando sean profesionales, no importa si se desempeñan como editores de libros, revistas o páginas web, como periodistas o como profesores e investigadores.

Los estudiantes de este último semestre, y los de dos o tres anteriores, nunca pudieron pasar del resumen. No siempre fue así. Desde que empecé mi cátedra, en el 2002, los estudiantes tenían problemas para lograr una síntesis bien hecha, y en su elaboración nos tomábamos un buen tiempo. Pero se lograba avanzar. Lo que siento de tres o cuatro semestres para acá es más apatía y menos curiosidad. Menos proyectos personales de los estudiantes. Menos autonomía. Menos desconfianza. Menos ironía y espíritu crítico.

Debe ser que no advertí cuándo la atención de mis estudiantes pasó de lo trascendente a lo insignificante. El estado de Facebook. "Esos gorditos de más". El mensaje en el Blackberry.

Nunca he sido mamerto ni amargado ni ñoño: a los 20 años, fumaba marihuana como un rastafari y me descerebraba con alcohol cada que podía al lado de mis cuates. Quería ver tetas, e hice cosas de las que ahora no me enorgullezco por tocarlas. Empeñé mucho, mucho tiempo en eso. Pero leía.

No sé. En esos tiempos lo importante, creo, era discutir, especular, quedar picados para buscar después el dato inútil. Interesaba eso: buscar. Estoy por pensar que la curiosidad se esfumó de estos veinteañeros alumnos míos desde el momento en que todo lo comenzó a contestar ya, ahora mismo, el doctor Google.

Es cándido echarle la culpa a la televisión, a Internet, al Nintendo, a los teléfonos inteligentes. A los colegios, que se afanan en el bilingüismo, sin alcanzar un conocimiento básico de la propia lengua. A los padres que querían que sus hijos estuvieran seguros, bien entretenidos en sus casas. Es cándido culpar al "sistema". Pero algo está pasando en la educación básica, algo está pasando en las casas de quienes ahora están por los 20 años o menos.

Mi sobrino le dice a su madre, mi hermana, que él sí lee mucho, en Internet. Lo que debe preguntarse es cómo se lee en Internet. Lo que he visto es que se lee en medio del parloteo de las ventanas abiertas del chat, mientras se va cargando un video en Youtube, siguiendo vínculos. Lo que han perdido los nativos digitales es la capacidad de concentración, de introspección, de silencio. La capacidad de estar solos. Solo en soledad, en silencio, nacen las preguntas, las ideas. Los nativos digitales no conocen la soledad ni la introspección. Tienen 302 seguidores en Twitter. Tienen 643 amigos en Facebook.

Dejo la cátedra porque no me pude comunicar con los nativos digitales. No entiendo sus nuevos intereses, no encontré la manera de mostrarles lo que considero esencial en este hermoso oficio de la edición. Quizá la lectura sea ahora salir al mar de Internet a pescar fragmentos, citas y vínculos. Y en consecuencia, la escritura esté mudando a esas frases sueltas, grises, sin vida, siempre con errores. Por eso, los nuevos párrafos que se están escribiendo parecen zombis. Ya veremos qué pasa dentro de unos pocos años, cuando estos veinteañeros de ahora tengan 30 y estén trabajando en editoriales, en portales y revistas. Por ahora, para mí, ha llegado el momento de retirarme. Al tiempo que sigo con mis cosas, voy a pensar en este asunto, a mirarlo con detenimiento. Pongo el punto final a esta carta de renuncia con un nudo en la garganta.

Camilo Jiménez

Especial para EL TIEMPO

miércoles, 4 de enero de 2012

Desarmar a quien toca



Hay cosas que, de puro obvias, nadie las recuerda. Si se trata de evitar muertes violentas y combatir la delincuencia, hay que desarmar a los ilegales. Obligación que sigue pendiente, y que ahora vuelve al debate público y se tratará en el Congreso. Las bandas criminales -grandes o pequeñas- siempre encuentran acceso a sus instrumentos de muerte, con salvoconducto o sin él.

EL COLOMBIANO
Medellín
Publicado el 5 de enero de 2012

En esta, la enésima ocasión que se prende el debate sobre la restricción al porte de armas por parte de civiles, el pistoletazo de salida -dicho sin ironía- lo dio en su posesión el nuevo alcalde de Bogotá, Gustavo Petro, quien tiene razones de historia personal para saber del asunto, con sus implicaciones y consecuencias para la vigencia de una sociedad pacífica.

En Estados Unidos, el porte y tenencia de armas por parte de los ciudadanos es un tema de Estado. Allí los debates se encienden, como tristemente se comprueba de tanto en tanto, al vaivén de las espantosas masacres que desadaptados acometen en centros educativos, comerciales o en barrios habitualmente tranquilos. El lobby más poderoso de la potencia del Norte, la Asociación Nacional del Rifle, ha logrado que nunca se haya podido restringir el uso de armas. Allá, es un derecho fundamental.

En nuestro país, el debate se repite con la terquedad de los temas recurrentes, como el de la dosis personal de drogas, el uso de pólvora o la reforma a las Corporaciones Autónomas Regionales: muchos anuncios, poca efectividad, nulos resultados.

Vivimos en una sociedad de violencia exacerbada, donde la presteza para apretar el gatillo que hiere y mata es tan habitual que hemos dado lugar a la creación de una rama de estudio antropológica, dicen que única en el mundo, llamada Violentología . Los violentólogos, sin tener que ser muy creativos, advierten que una sociedad compuesta por gente armada es más proclive a sufrir una continua sangría de muertes por armas de fuego. Puede parecer una perogrullada, pero ahí están las cifras, de las que hay que partir para tomar las decisiones que correspondan.

Si el instrumento de matar es fácilmente accesible, hay que restringirlo, pero teniendo en cuenta la realidad social del país: vastas zonas desamparadas y sin posibilidad de protección oficial. Se dice que hay que eliminar toda posibilidad de portar armas, y que para eso hay que ampliar el pie de fuerza. Pero en esto no hay que trabajar basados en hipótesis ideales, sino sobre los datos reales. No hay un policía o soldado para cada cuadra del barrio, ni para cada vereda. Y tampoco se puede otorgar la facultad a cualquiera de proteger a la comunidad.

Es una línea difusa y ciertamente difícil de tratar. Hablar del derecho de autodefensa conlleva riesgos muy grandes, como quiera que ello sirvió para la creación de uno de los peores monstruos de nuestra historia. Por eso es bueno que el tema vaya al Congreso, y que se revise, por ahí derecho, la potestad de su regulación, que debe estar en cabeza del poder civil.

Para nadie es un secreto que una gran operación de desarme es poco lo que afecta a las grandes o medianas redes delincuenciales. Estas siempre tienen acceso a las armas. Sea con corrupción o con tráfico clandestino, logran siempre conseguir el arsenal para sus protervas actividades. Y eso es lo que se tiene que cortar de raíz, si es que la cosa, ahora en verdad, sí va en serio.







Colombia es el país con más desplazados internos en el mundo

Una de cada 97 personas en el mundo, o lo que es lo mismo, el 1 por ciento de la población mundial, se ha visto obligada a abandonar ...