domingo, 15 de enero de 2012

Al asilo, ¿por obligación o elección?

Manuel Saldarriaga
Para ingresar al Hogar Vizcaya la persona debe estar sana y valerse por sí misma. Los candidatos deben superar pruebas psicológicas, exámenes médicos y, sobre todo, estar por su propia voluntad. Al asilo, ¿por obligación o elección?

No para todos es un abrebocas del infierno. Hay para quienes es una decisión y terminar sus días allí ha sido un proyecto de vida.

Carolina Calle Vallejo
Medellín / Periodico el Colombiano
Publicado el 15 de enero de 2012

"En la inmensidad de una pieza, en la eternidad de un día, mi papá no encontró un rostro familiar antes de morir", murmura Alfonso, luego se cubre los párpados y a sus mejillas las salpican un par de lágrimas.

Falleció solo en su agonía. En el cuarto de un asilo. Sin a quién guiñarle por penúltima vez el ojo, sin alguien que sintiera su caricia mórbida de despedida y sin el oyente del suspiro final. Calcularon su hora de partida gracias a los vecinos que por última vez lo escucharon toser.

Su esposa no quiso que de la clínica lo llevaran a su habitación porque si fallecía 'le iba a coger miedo al apartamento'. También hicieron cuentas. Les salía más barato dejarlo en una residencia de abuelos con asistencia médica colectiva que recibirlo a él y a su enfermera particular en la que era su casa de familia.

A pesar de la parálisis que dejó el derrame, a tres de los cinco hijos que lo visitaron les indicó con el temblor del dedo índice, con la mitad de sus labios, con el meneo de un brazo, que ese no era su hogar.

Que en vez de la compañía de desconocidas de traje blanco que lo desnudaban con un pañal en mano, prefería la de su familia. Se cansó del desarraigo. Que sí, que fue un comprador compulsivo de peleas, cultivador de caprichos, embajador del mal genio, sí, lo fue, pero aún era el papá.

Y lo más claro que dijo aún con el silencio de su cara era que quería retornar a casa para morir en confianza y no en ese cuarto de ancianos itinerantes que llegaban moribundos y salían envueltos en sábanas para la funeraria.

Antes de descubrirlo sin pálpitos al atardecer, una empleada le advirtió a la hija mayor que ese día lo notaron decaído, como descorazonado y con ganas de oír la radio. "Papá, por qué no me esperó", le susurró Carmen al encontrarlo con los labios entreabiertos, cuando era tan tarde que esperar un parpadeo ya era pedirle un milagro al cielo.

Después de cerciorarse de que las venas que atravesaban su muñeca ya no vibraban, avisó a los hermanos y a su madre. Ninguno quiso verlo.

La familia aún conserva sus cartas amarillas dirigidas a la señora que lo vio hacerse abuelo. Llevan la firma de ese hombre que murió sin mujer, aunque no era viudo; sin hijos, aunque era padre; sin nietos, aunque tenía más de un puñado; sin familia, aunque la quería a su manera.

Cuando Alfonso, su hijo, tomó uno de esos manuscritos, con más de 50 años de antigüedad, y empezó a leerla, su mirada se empañó, prefirió doblarla, remató con la frase con la que empezó esta historia y se cubrió el rostro.

Esa tinta negra que escribió en 1952 y que partió en letra pegada desde un pueblo lejano durante un viaje de negocios decía: "(...) recuerda mijita, que esos hijitos son el único porvenir de nosotros en la vida, por eso hay que cuidarlos lo mejor posible que se pueda, así es que debes hacerlo por mí y por mi ausencia".

¿Qué hacemos con la mamá?
"Salgo temprano y llego de noche. La encuentro sola en el balcón. Con el gas abierto, casi siempre olvida cerrarlo. Le pregunto que si almorzó y me dice que no tuvo hambre. Que si se tomó las pastillas de la presión y de la diabetes y me responde que no se acuerda.

Se la pasa en pijama todo el día. Tampoco se cepilla los dientes. Yo no quiero que pase más tiempo sin alguien con quien hablar. Mi mamá no puede seguir estando sola", le dijo Sandra a sus hermanos.

"Aquí todos ustedes son independientes, cada uno se casó y vive con su pareja -continuó- como yo me separé, ella se quedó conmigo. Pero yo siento que necesito zafarme de las faldas de mi mamá. Le pregunté a ella que qué prefería, ¿un asilo o un apartamento? y prefirió el primero".

"¡Desagradecida!", juzgó una hermana que aún cuatro años sigue con cierta culpa y una sensación de abandono. "No sintás que la dejamos tirada. Quizá en esa soledad en la que estaba ya ni estaría viva -le recalca Sandra- ahora juega bingo, hace gimnasia, va a misa, consiguió amigas. Siempre la llamo. La visito. Le huelo la ropa, le reviso los dientes. Está mejor que antes".

De pronto a esa mujer tosca que siempre fue la mamá, colmada de amargura, de palabras escasas y caricias ariscas, la señora del grito en la punta de la lengua y la de la correa en la palma de la mano, aprendió la dulzura entre bastones, sillas de ruedas y mecedoras.

La distancia les puso un tema de conversación que puso en jaque el perpetuo silencio y desnudó el cariño que siempre vistieron de mesura. Y quién lo creyera, justo en el asilo, Sandra descubrió a qué sonaba un beso de madre en la mejilla.

La lista de espera

Envidiaba a los sordos cuando había fiesta o salida a la finca y de pronto escuchaba esos cuchicheos que le confirmaban que solo era un estorbo: '¿qué hacemos con mi mamá? ¿quién se queda con la abuela?'. "Me sentía tan mal, -confiesa doña Ligia- por eso me vine, no quería quitarles la libertad".

"Aquí no nos hace falta nada, -asegura aludiendo al dueto que no falta en el asilo- hay padre y médico diario. Tengo siete hijos, pero todos casados. Son adorados, pero cada uno tiene su obligación. Me ofrecieron vivir con ellos, pero a los matrimonios hay que dejarlos solitos -opina- y qué pereza seguir sola en un apartamento, pegada del teléfono, esperando a ver quien me escucha".

"¿Qué hubo de mi puesto?", preguntaba sin falta cada semana doña Julia cuando llamaba al Hogar Vizcaya para ancianos. Ya había pasado los exámenes médicos y las pruebas psicológicas, superó las dos semanas de inducción y tenía el visto bueno del comité directivo para ingresar pero el cupo estaba completo.

"Por fin se murió alguien", exclamó cuando la llamaron y le avisaron "desocuparon una habitación".

-Me voy para una casa de personas mayores en El Poblado -le anunció doña Julia a su hijo.

-Pero mamá, usted no tiene necesidad -replicó.

-Mijo, viejos con viejos, no nos dañemos la vida mutuamente -le respondió su madre-. Yo ya no puedo con esta casa tan grande ni con mí misma.

-Véngase a vivir con nosotros -insistió.

-Tampoco me aguanto a los nietos que solo quieren vivir con la música a todo taco ni me soporto más a las empleadas del servicio.

Y cuando su hijo le propuso esperar un tiempito mientras vendían los muebles y enseres, le ordenó: "llame al reciclador y entréguele todo" para ahorrar tiempo antes de que alguien de la lista de espera se enterara de la vacante y le quitara el turno. "Y desde que llegué esto parecía el cielo", exclama doña Julia.

Rosa, Marta y Margarita llegaron recién jubiladas. Ni viudas ni divorciadas. Sin hijos y huérfanas, como todas a su edad. Siempre solteras y sin más compromiso que con ellas mismas. Trabajaron toda la vida para asegurar su vejez. Ahora la pensión y una partecita de los ahorros se van cada mes en ese 'arriendo' con alimentación, hospedaje y servicios públicos y privados incluidos.

"Tomé la decisión porque yo ya no podía cuidarme sola. Empecé a desbaratar el apartamento, a vender y a regalar todo lo que tenía", cuenta Rosa. Luego Marta agrega, "si no me mudaba siempre viviría de arrimada" y Margarita remata "mi meta siempre fue vivir en una residencia de ancianos. Le hice una novena a San Antonio para que me diera el puesto y a los cinco días me dieron la buena noticia. Se había muerto un señor".

El asilo o la decisión inducida

1'495.000 pesos paga doña Herminia "con lo que me dejó mi príncipe" y con el dinero de la renta de su apartamento. Vive en la habitación 111 con los recuerdos colgados para que no se le olviden.

De un clavito pegado de la pared está aferrada la fotografía gris de un par de jóvenes y una carta de antaño. "En las sombras de la noche tus ojos resplandecían, hasta los gallos cantaban creyendo que amanecía".

"Cuando él se murió me sentí sola. Y me dolió como un Judas. Ya no quería vivir pensando en qué iba a hacer de almuerzo para mí sola. Yo llegué porque quería, porque la soledad me entristecía.

No quería vivir con ninguno de los hijos porque siempre he pensado que cada uno en su casa y Dios en la de todos. Y hay que contribuir a sus relaciones. Al principio sí sentía que se me desgarraba el alma".

"Yo todavía siento tristeza -confiesa doña Franquelina- después de uno vivir tan bueno, cómo no. A veces hasta lloro. Sí me da nostalgia recordar cuando todos estábamos juntos".

A veces en las noches doña Carlina se despierta y sacude a Orfa, su dama de compañía. "¿No has visto a la hija mía? ¿No ha venido?". "Doña Carlina, tranquila, acuéstese, ella sigue fuera del país, de pronto la llama esta semana".

-Me vine dichosa. Toda la vida me gustó la tercera edad porque nunca tuve abuelos- exclama doña Tere -hice las vueltas en secreto y solo hasta que tuve el cupo asegurado me fui de la casa del yerno.

-¿Por qué? -indago.
-Los nietos se hicieron grandes. Mi temperamento no ayudaba. Y me aburrí cuando noté que ellos tenían sus planes y yo no cabía en ellos.

-¿Cuál fue el detonante?

-Un dolor en el corazón. De repente sentí que sobraba... o no -titubea y después de un suspiro concluye- no era tanto que sobrara sino que ya no era necesaria.





No hay comentarios:

Publicar un comentario

Colombia es el país con más desplazados internos en el mundo

Una de cada 97 personas en el mundo, o lo que es lo mismo, el 1 por ciento de la población mundial, se ha visto obligada a abandonar ...