martes, 16 de noviembre de 2010

Untados


Por Julián Cubillos*

Julián Cubillos
OPINIÓNES

indudable que la corrupción pública es uno de los males más grandes que puede existir en una sociedad, pero más grande aún es el mal que constituye percibir esa corrupción como un mal necesario, tolerarla.

Viernes 12 Noviembre 2010

Por ‘corrupción’, en nuestro uso más frecuente del término, entendemos aquella práctica que consiste en el abuso del poder público en beneficio privado. Pero este uso no parece atender al hecho de que la corrupción no se agota en lo público, ya que muchas organizaciones de carácter privado –e, incluso, muchas prácticas cotidianas al margen de cualquier tipo de organización– también pueden caer presas de este vicio. Al obviar esto tendemos a señalar de ‘corruptos’ únicamente a los empleados públicos, y preferimos otras expresiones para referirnos a quienes, en otros ámbitos, incurren en prácticas similares al abuso del poder en beneficio propio: ‘capitalistas’, les decimos –en el mejor de los casos–, o ‘desgraciados’ –en el peor–. Eso sí, con un cierto dejo de envidia de nuestra parte.

Un uso tan restringido del término bien podría justificarse señalando que las prácticas corruptas son peores cuando involucran el dinero de los contribuyentes, y que es este el mismo uso que le dan muchas organizaciones de prestigio. Como Transparencia Internacional, por ejemplo; una organización global y civil –al margen de intereses políticos y económicos–, que lidera la lucha en contra de los devastadores efectos de la corrupción en todo el mundo.

Las tablas o índices que cada año publica esta organización miden la percepción de la corrupción en el sector público de un país, es decir, la frecuencia con la que un funcionario público abusa del poder en beneficio privado. De acuerdo con el último índice, que no sobra señalar aquí, la corrupción pública en Colombia es lamentable. Este año –y entre un listado de 178 países– el Índice revela que descendimos al puesto 78. Veníamos de ocupar el 75 en el año 2009, con una percepción de corrupción de 3,7 –donde 10 es excelente y 0,0 realmente deplorable–. Caímos, ahora y como nunca lo hemos dejado de hacer, a 3,5.

Pero si bien esto es lamentable, y sin querer demeritar el trabajo de Transparencia Internacional, permítaseme insistir en mi punto inicial: nuestra corrupción es aún peor. Porque el Índice registra tan solo un lado del problema, lo público. Así, la cuestión es muy sencilla, aunque no por ello resulte fácil de aceptar: siendo que la corrupción pública es tan solo una manifestación de una clase de corrupción más amplia, la lucha contra esta manifestación será siempre un paño de agua tibia frente al problema de fondo, el de la corrupción moral.

No lo podemos ocultar, la nuestra es una sociedad corrupta en sus costumbres y prácticas más cotidianas. Esas que, por lo general, comienzan por casa. Aquí muchas personas educan a sus hijos para triunfar, para formar empresa, bajo el precepto de ganar siempre (y sin que importe cómo) en los negocios. De ahí que contemos con tantos ‘cacaos’ en el ámbito empresarial. De ahí que no nos importe que nuestro actual presidente haya sido elegido con la introducción de ‘picardías’ en su campaña –como él mismo lo acepta–. O de ahí que, entre tantos otros casos, ciertos alcaldes que se ven implicados en corrupción pretendan quedar absueltos, sin más ni más, ‘pagando de su propio bolsillo’.

Son este tipo de personas las que admiran –de manera consciente o inconsciente– El Príncipe de Maquiavelo, por defender de un modo tan certero la carencia de escrúpulos que debe tener todo gobernante. Pues siendo el poder un fin en sí mismo, para conservarlo tan solo hay que aprender a moverse dentro de los límites entre la legalidad y la ilegalidad. Allí donde todo queda sujeto a la interpretación, a la excusa. Parecen olvidar, sin embargo, que fueron justamente los altos niveles de corrupción moral y política (de la Italia del siglo XVI), los que llevaron a Maquiavelo a defender la casi desesperada medida de optar por una monarquía absoluta. Él mismo no era indiferente a los efectos que, debido a su acción sobre la masa, producen los vicios morales en la vida social y política.

Es indudable que la corrupción pública (política) es uno de los males más grandes que puede existir en una sociedad, y que este vicio se combate con el diseño e implementación de buenas políticas de supervisión. Pero más grande aún es el mal que constituye percibir esa corrupción como un mal necesario, tolerarla. De ahí que mientras no ataquemos el problema de raíz –esto es, mientras no abordemos el problema de la corrupción como uno, ante todo, moral–, no podremos diseñar políticas eficaces en contra de la corrupción. Políticas que, además de la supervisión, privilegien la educación moral –esa que, valga insistir en ello, comienza por casa y con el ejemplo mismo de nuestros gobernantes–.

Pienso, entonces, que no es el ámbito público nuestro único problema en materia de corrupción. Porque sin una adecuada educación moral, nuestra malicia indígena nunca dejará de aplicar su mandamiento principal: “Hecha la regla, hecha la trampa”. Porque aquí, como bien señala la ‘filósofa’ colombiana Andrea Echeverry: “Todos estamos untados; todos quedamos involucrados…”.

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