Por Mauricio Albarracin.
La
principal crisis de la justicia no es económica ni de congestión. Es
ante todo una crisis moral. Los magistrados de las altas cortes no son
intelectuales públicos, ni profesores reconocidos, ni siquiera
litigantes relevantes. Estos magistrados se conocen más por una pelea
con la policía, un crucero por el caribe, por el “yo te nombro, tu me
nombras”, por un carrusel de pensiones o por los puestos de sus
familiares en la Procuraduría. Qué lejos están los tiempos de las
magistraturas de Eduardo Zuleta Ángel, Ricardo Hinestrosa Daza, Alfonso
Reyes Echandía, Manuel Gaona Cruz, Ciro Angarita Barón o Carlos Gaviria.
Ya no tenemos una “Corte de Oro”. Ni si quiera alcanzamos a una de
bronce.
Los
magistrados ya no son memorables ni respetables. Los profesores y
estudiantes de derecho con dificultad los recordamos, y cuando lo
hacemos es para indignarnos por el escándalo de cada día. Sin duda
tenemos magistrados probos, diligentes, estudiosos y dedicados, pero son
una minoría que es opacada por magistrados sin grandeza.
La
mediocridad, la vanidad y la ambición se tomaron nuestras cortes. Los
magistrados no escriben sus sentencias. Sus plumas son débiles y sus
voces inseguras. No tienen interés por la escritura como acto de
pensamiento y como expresión de juzgamiento. Tampoco escriben libros ni
dan conferencias que cambien el rumbo del derecho. Dudo que lean los
expedientes completos y que estudien nuevas teorías para resolver los
casos. Invito a los lectores a que tomen cualquier sentencia y examinen
el número de páginas, la sintaxis, el uso del “copiar/pegar”, el
lenguaje y el texto en su integralidad y se darán cuenta de la mala
factura de esa escritura. Los magistrados no escriben, sólo cobran. Son
una especie de burócratas bien pagados siempre listos a pelear por sus
privilegios, inmunidades y pensiones.
Los
magistrados acumulan millas. Son viajeros oportunistas que salen
corriendo ante cualquier invitación de un organismo internacional,
gobierno extranjero o universidad. El tiempo de juzgar no se puede
interrumpir porque honorables viajeros deciden hacer turismo judicial.
Nuestros magistrados deberían ser personas viajadas, es decir, aquellos
que antes de asumir la noble tarea de juzgar tuvieron vidas
interesantes, viajes académicos impredecibles, locuras juveniles en
tierras lejanas.
El
comportamiento cotidiano en las altas cortes nos deja la impresión de
que los magistrados desprecian el intelecto y los hechos. No son buenos
haciendo teoría ni analizando casos. Un gran magistrado es aquel que es
hábil en la biblioteca y observador como Sherlock Holmes.
Nuestra
justicia tiene una quiebra moral que reside en sus magistrados. Ésos
que hacen lobby para llegar al puesto, que luego ostentan un cargo para
ganar poder político y terminan saliendo de las cortes a hacerse
litigantes ricos. Con su comportamiento indigno le han quitado la
majestad a la justicia y son fuente de mal ejemplo para los jóvenes.
Nuestras
cortes requieren con urgencia más escrutinio político, académico y
ciudadano. Ninguna reforma a la justicia podrá derogar la mediocridad de
las altas cortes. Los magistrados tienen en sus manos seguir
destruyendo la justicia o corregir el camino y asumir con humildad y
trabajo duro la tarea de juzgar. Por nuestra parte, los ciudadanos
tenemos que ser los perros guardianes de las Cortes porque en ese
Palacio de la Calle 12 con carrera séptima se deciden nuestras vidas,
nuestros derechos y nuestro futuro.
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