El Diccionario de la
Real Academia dice de la envidia que es "la tristeza o pesar del bien ajeno",
pero esta definición parece algo pálida si consideramos las múltiples
manifestaciones de este fenómeno psicológico. Para empezar, señalemos que de la
tristeza del bien ajeno a la alegría por el mal ajeno sólo hay un paso, y a esta
última también la categorizaríamos como envidia. Hay muchas formas de envidia y
los sentimientos de inferioridad constituyen su piedra angular. La envidia no
puede ser entendida en todo su espectro sin considerar las sensaciones de
precariedad narcisista y las vicisitudes de las pulsiones agresivas en la
infancia, dentro del seno familiar. En efecto, las diversas modalidades de
envidia no son sino un eco de los sentimientos de inferioridad y rivalidad
sufridos por el niño en su desarrollo psicológico, con padres, hermanos y otras
figuras significativas. La envidia instaurada en el carácter del adulto es, por
lo general, una reacción ante las experiencias de pequeñez y desvalimiento de la
infancia. Esto da cuenta de su universalidad y su frecuente irracionalidad. En
cada persona, la intensidad de la envidia estará en función de sus sensaciones
reprimidas de insignificancia. Las manifestaciones de la envidia generalmente
nos dirán más de los sentimientos de inseguridad del envidioso que de la
personalidad del envidiado.
La envidia es maladaptativa porque estropea y, en ocasiones, anula completamente el placer de la admiración, el gozo de la amistad, la utilidad del compañerismo y la solidaridad, el júbilo por los logros de otros, la contemplación de la belleza, de la habilidad, del ingenio y, también a veces, el simple deseo de emular al mejor. La envidia, pues, puede suponer un impedimento psicológico muy serio y siempre es fuente de sufrimiento. En boca de Don Quijote, "Todos los vicios, Sancho, traen un no sé qué de deleite consigo; pero el de la envidia no tal, sino disgusto, rencores y rabias". Otros "vicios" conllevan ese "no sé qué de deleite" porque satisfacen alguna pulsión instintiva (aunque después pueda esto resultar reprobable a la conciencia). Sin embargo, la envidia es en sí una defensa; a saber, una defensa contra la percepción de la propia inferioridad: se odia a otro para no sentir odio contra uno mismo. Astuta y algo cínicamente, Unamuno dijo que en nuestra tierra de envidia proverbial bien podría existir un precepto que rezase, "Odia a tu prójimo como a ti mismo". Así pues, por una parte, tenemos la mortificación narcisista inherente a la sensación de inferioridad; por otra, el odio a los semejantes, que es censurable para el Superyó. Aquí no hay deleite. En palabras de Antonio Machado, el envidioso "Guarda su presa y llora lo que el vecino alcanza; / Ni pasa su infortunio ni goza su riqueza".
Por consiguiente, el penoso sentimiento de la envidia ha de ser objeto, a su vez, de otra defensa psicológica. Una de ellas es la proyección. Por medio de ésta, el sujeto logra convencerse de que el sentimiento envidioso le es ajeno y de que él es el envidiado; pero, ¡ay!, entonces temerá que los males que le deseó al prójimo se vuelvan a modo de bumerán contra él. A propósito de este mecanismo, Sigmund Freud (1919) hizo la siguiente reflexión: "Quien posee algo precioso, pero perecedero, teme la envidia ajena, proyectando a los demás la misma envidia que habría sentido en lugar del prójimo”. No significa esto que a veces no se tengan razones realistas para temer las consecuencias de la envidia del prójimo; lo que significa es que, frecuentemente, ésta se debe a razones idiosincrásicas y, por lo general, inconscientes.
Formas de envidia
Pueden hacernos sentir envidiosos numerosas cualidades de otras personas: su talento, su juventud, su renombre, su belleza, sus posesiones y hasta su virtud, que como escribió Antonio Machado en uno de sus Proverbios, “La envidia de la virtud I Hizo a Caín criminal". Un personaje de una novela unamuniana (Abel Sánchez, 1917) llega a decir: "No hay canalla mayor que las personas honradas [...] no me cabe duda de que Abel restregaría a los hocicos de Caín su gracia", Un hombre puede hacer exhibición de buenos atributos para producir envidiosa zozobra en otro, al sumirle en un conflicto entre sus malos deseos por una parte y su conciencia, por otra.
El sabio Baltasar Gracián escribió en su Arte de la prudencia (1647): "No hay venganza más insigne que los méritos y cualidades que vencen y atormentan a la envidia [...] Este es el mayor castigo: hacer del éxito veneno", iHasta la honradez y la bondad pueden usarse con el malévolo propósito de azuzar la envidia!
La envidia es maladaptativa porque estropea y, en ocasiones, anula completamente el placer de la admiración, el gozo de la amistad, la utilidad del compañerismo y la solidaridad, el júbilo por los logros de otros, la contemplación de la belleza, de la habilidad, del ingenio y, también a veces, el simple deseo de emular al mejor. La envidia, pues, puede suponer un impedimento psicológico muy serio y siempre es fuente de sufrimiento. En boca de Don Quijote, "Todos los vicios, Sancho, traen un no sé qué de deleite consigo; pero el de la envidia no tal, sino disgusto, rencores y rabias". Otros "vicios" conllevan ese "no sé qué de deleite" porque satisfacen alguna pulsión instintiva (aunque después pueda esto resultar reprobable a la conciencia). Sin embargo, la envidia es en sí una defensa; a saber, una defensa contra la percepción de la propia inferioridad: se odia a otro para no sentir odio contra uno mismo. Astuta y algo cínicamente, Unamuno dijo que en nuestra tierra de envidia proverbial bien podría existir un precepto que rezase, "Odia a tu prójimo como a ti mismo". Así pues, por una parte, tenemos la mortificación narcisista inherente a la sensación de inferioridad; por otra, el odio a los semejantes, que es censurable para el Superyó. Aquí no hay deleite. En palabras de Antonio Machado, el envidioso "Guarda su presa y llora lo que el vecino alcanza; / Ni pasa su infortunio ni goza su riqueza".
Por consiguiente, el penoso sentimiento de la envidia ha de ser objeto, a su vez, de otra defensa psicológica. Una de ellas es la proyección. Por medio de ésta, el sujeto logra convencerse de que el sentimiento envidioso le es ajeno y de que él es el envidiado; pero, ¡ay!, entonces temerá que los males que le deseó al prójimo se vuelvan a modo de bumerán contra él. A propósito de este mecanismo, Sigmund Freud (1919) hizo la siguiente reflexión: "Quien posee algo precioso, pero perecedero, teme la envidia ajena, proyectando a los demás la misma envidia que habría sentido en lugar del prójimo”. No significa esto que a veces no se tengan razones realistas para temer las consecuencias de la envidia del prójimo; lo que significa es que, frecuentemente, ésta se debe a razones idiosincrásicas y, por lo general, inconscientes.
Formas de envidia
Pueden hacernos sentir envidiosos numerosas cualidades de otras personas: su talento, su juventud, su renombre, su belleza, sus posesiones y hasta su virtud, que como escribió Antonio Machado en uno de sus Proverbios, “La envidia de la virtud I Hizo a Caín criminal". Un personaje de una novela unamuniana (Abel Sánchez, 1917) llega a decir: "No hay canalla mayor que las personas honradas [...] no me cabe duda de que Abel restregaría a los hocicos de Caín su gracia", Un hombre puede hacer exhibición de buenos atributos para producir envidiosa zozobra en otro, al sumirle en un conflicto entre sus malos deseos por una parte y su conciencia, por otra.
El sabio Baltasar Gracián escribió en su Arte de la prudencia (1647): "No hay venganza más insigne que los méritos y cualidades que vencen y atormentan a la envidia [...] Este es el mayor castigo: hacer del éxito veneno", iHasta la honradez y la bondad pueden usarse con el malévolo propósito de azuzar la envidia!
La forma más conflictiva de envidia es, sin duda, aquélla que se dirige hacia las personas que, simultáneamente, uno ama. Es este tipo de envidia el que tiende a sumergirse con mayor vigor en el Inconsciente, porque amenaza con destruir precisamente aquello que valoramos más de nosotros mismos: nuestras representaciones buenas y nuestros sentimientos de amorosos. Además nuestra conciencia se carga de atormentadora culpa si contempla la propia malevolencia hacia aquéllos que dicta que debemos querer. Ante este conflicto, a veces procuramos convencernos de que la persona hacia quien profesamos amor o gratitud ambivalentes, después de todo, no es tan buena. Se trata de un intento por “justificar” nuestra animadversión culpógena.
Es común que un sujeto sienta envidia, en alguna de sus numerosas manifestaciones, hacia alguien y, simultáneamente, profese adoración acrítica hacia otra persona. Se trata de las dos caras de una misma moneda. Este fenómeno es consecuencia del mecanismo psicológico de la escisión, al que suele añadírsele la defensa psicológica de la racionalización, que permite al sujeto dar cuenta de por qué cierta persona con atributos superiores es merecedora de descalificaciones, mientras que otra lo es de adhesión incondicional (léase identificación con su grandeza real o imaginaria).
El proceso de la escisión tiene su origen en los sentimientos de dependencia del ser humano en su infancia. De los poderosos adultos que le rodean hay acciones que le gratifican y acciones que le frustran; las primeras generan amor, las segundas, odio. Una manera típica de liberarse de la tensión que esto le provoca es escindiendo las figuras significativas en "buenas" y "malas"; por ejemplo, en una "madre buena", objeto de veneración, y una "mala", objeto de rencor. El paso siguiente es el que llevan a cabo los mecanismos psicológicos del desplazamiento y la generalización a otras personas inconscientemente representativas de las figuras significativas de la infancia.
En psicoanálisis, una forma de envidia muy estudiada es la referente a aquella percepción de inferioridad anatómica conocida como la envidia del pene. En sus Teorías sexuales infantiles de 1908, habló Freud por primera vez de las reacciones de la niña ante el descubrimiento de que los varones (generalmente sus hermanitos) poseen pene, de sus fantasías de poseerlo ella y de la influencia de esto en su desarrollo psicosexual. Estas vicisitudes, pertenecientes a lo que Freud llamó el "complejo de castración", incluyen el asombro de la niña ante el descubrimiento de las diferencias morfológicas, su sentimiento de inferioridad, su envidia, la represión de estos dolorosos sentimientos, y su transformación inconsciente en productos psicológicos distintos y distantes del original. Entre éstos están la creencia indiscriminada en la superioridad del género masculino, el deseo no consciente de adquisición de un pene a través del contacto sexual, la ecuación inconsciente de la preñez con la obtención de un pene, o el desprecio reactivo y las multiformes actitudes castrantes hacia sus "afortunados" poseedores.
En nuestra cultura, la mayor parte de las personas ilustradas han oído hablar del concepto freudiano de la envidia del pene en la niña y en la mujer.
Se oye menos (excepto en chistes y en las películas de Woody Allen) comentar el hecho de que el varón también sufre universalmente cierta modalidad de envidia del pene. El varón suele atribuir a este órgano, por sus peculiares sensaciones y funcionamiento, una importancia y unos poderes portentosos. Las fantasías y comparaciones envidiosas resultan entonces inevitables.
La envidia nacional
La envidia compartida e institucionalizada en las costumbres de un pueblo entero es algo de comprensión más compleja. Se ha dicho muchas veces que la envidia constituye el vicio más característico de nuestro pueblo, "la íntima gangrena del alma española", en el decir de Unamuno. A comienzos del siglo dieciséis, Fray Antonio de Guevara se pronunció así: "Si hay algún hombre que sea bueno, es envidiado, y si es malo es envidioso.
Así que con el vicio nacional de la envidia, o la perseguimos o somos por ella perseguidos". Si esto es así, ¿en qué puede basarse esta idiosincrasia nacional? Tal vez, opinarán algunos, en la relativa pobreza de una sociedad en la que históricamente, como dijo Joaquín Calvo Sotelo (1988), "El honor ha sido supletorio del pan candeal". Es lógico pensar que la escasez esté relacionada con la envidia. Cuando hay pocos bienes a repartir, se codiciarán los de aquellos afortunados que los posean. Pero esta relación no simple ni directa.
La envidia, como se ha dicho, tiene mucho más que ver con la percepción interna de inferioridad, que con la escasez objetiva. En efecto, hay hombres y pueblos que viven miserablemente mostrando pocos signos de envidia. De esto se deduce que, si es verdad que los españoles somos especialmente envidiosos, si cierto que a todos nos resulta familiar "El español terrible I Que acecha lo cimero con la piedra en la mano", que dijera Luis Cernuda, es porque existe un sentimiento generalizado de inferioridad o, más específicamente, una discrepancia significativa entre los ideales y la percepción de la propia valía en una mayoría de la población.
El psicoanálisis puede contribuir a exponer la dinámica de la envidia y su transmisión, pero no se encuentra en posición de determinar qué sucesos e inercias del pasado han determinado las inclinaciones de un pueblo entero. Doctores tiene la Historia. Uno de éstos, para mí el más notable, fue Ortega y Gasset, quien en su España invertebrada de 1921, expuso algunas de estas motivaciones psicohistóricas con meridiana claridad.
En la modalidad social de la envidia, la internalización de los valores de los predecesores es un elemento esencial. Ésta se lleva a cabo por medio de una identificación con las actitudes de padres, maestros y otras figuras de autoridad -quienes, en su día, adquirieron de la misma manera sus propias actitudes. El niño, en su dependencia, copia automáticamente los modos de sus mayores por su natural tendencia a la idealización y su necesidad de aprobación y amor. Estas pautas adquiridas de comportamiento acaban convirtiéndose en sustancia psíquica: en rasgos de carácter que el sujeto percibe (erróneamente) como consustanciales e innatos. Cuando ciertas características son compartidas por una parte considerable de la población y se transmiten transgeneracionalmente, acaban incorporadas a los patrones culturales de respuesta, es decir, entran a formar parte de la psicología de un pueblo.
En lo referente a la expresión de la envidia, su relativa y lamentable aceptabilidad en las tradiciones nacionales afloja el freno del Superyó individual y abre las compuertas a la agresividad reprimida en contra de aquéllos cuya superioridad -real o imaginada- mortifica al amor propio.
La envidia profesional
La envidia entre los seres humanos suele aumentar de modo directamente proporcional a la similitud de sus circunstancias y, por tanto, se acentúa entre los hermanos de profesión. Recordemos, por ejemplo, a aquellos envidiosos astrónomos que no se dignaron siquiera a mirar por el telescopio de Galileo, o a aquellos científicos que rehusaron asomarse al microscopio de Malpigio, objetando que se trataba de un aparato para deformar la Naturaleza, obra de Dios.
En Medicina, mencionemos el caso de aquellos médicos vieneses de finales del siglo dieciocho, que no sólo se negaron a examinar a los pacientes curados por Franz Anton Mesmer (en su mayoría afectados de neurosis de conversión), sino que afirmaron públicamente que tales curaciones se debían a que los pacientes por él tratados ¡nunca habían estado enfermos! Mesmer recibió amenazas de muerte. El mismo decano de la Facultad de Medicina le aconsejó que, para aminorar la envidia que su fama producía, mantuviese secretas sus espectaculares curaciones.No le sirvieron a Mesmer de mucho las advertencias ni sus propias estrategias, y acabó teniéndose que ir de Austria.
Otro famoso médico que, unas décadas más tarde, también tendría que abandonar Austria acosado por la envidia profesional fue Ignaz Semmelweiss. Este gran obstetra, descubridor del origen de las fiebres puerperales, demostró concluyentemente que la adopción de medidas de asepsia por parte de los médicos que examinaban a las parturientas hacía que se redujera dramáticamente la mortalidad de éstas, que en las clínicas universitarias de la ilustrada Viena ascendía hasta un veinticinco por ciento a mediados del siglo diecinueve. Su jefe Johann Klein, envidioso de su éxito, vetó su ascenso a profesor adjunto y dificultó tanto su trabajo en la clínica que Semmelweiss se vio forzado a regresar a su Hungría natal. En la clínica obstétrica de Pest en que continuó trabajando, y siguiendo estrictamente sus normas de asepsia, logró que la mortalidad por las infecciones del puerperio disminuyera a menos de un uno por ciento. La situación de Semmelweiss había cambiado: se hallaba en su país y atendía a una clientela distinguida. Lo que no varió fue el trato de los colegas, porque los médicos compatriotas, envidiosos, ¡también se negaron a adoptar sus métodos!
Cuando William Harvey comunicó en una conferencia sus revolucionarios experimentos, que más tarde publicaría en De motu cordis (1628), se previno de la siguiente manera: "Lo que ahora debo deciros a propósito de la circulación de la sangre es tan nuevo y tan inédito, que temo no sólo concitarme la envidia de muchos, sino que incluso tiemblo pensando que toda la Humanidad se revuelva contra mí”. El descubridor de la circulación sanguínea se sintió atemorizado ante la posibilidad de que el cambio de paradigma científico que estaba propugnando desencadenase contra él el odio envidioso. No hace falta salir de nuestras fronteras para hallar ejemplos históricos de envidia entre médicos.
Tomemos el caso del famoso anatomista Andreas Vesalio, quien fue requerido por Carlos I para ocupar el puesto de cirujano imperial. Los médicos españoles de la Corte, usualmente enemistados entre sí, se unieron en una protesta: no debía permitirse que el gran colega de Bruselas tratase al monarca. La envidia entre los hermanos de oficio se trueca en cohesión si se percibe que existe una amenaza seria a los intereses comunes. Por ejemplo, nada unió tanto a los médicos del Renacimiento como su desprecio a los cirujanos, a los barberos y a los boticarios. No es que desapareciera la rivalidad entre los médicos, realmente; lo que sucedió -y sucede- es que no puede manifestarse cuando interfiere vital mente con la supervivencia del grupo.
Envidia y odio
Es odio lo que, de forma natural, sentimos hacia aquéllos que nos maltratan o nos humillan. El odio es, o así nos parece, una pasión reactiva a una ofensa y, como tal, nos resulta más admisible que la envidia. Así, con frecuencia, procuramos hacer pasar a ésta por aquél, del modo en que Yago, alférez de Otelo, intentó disfrazar su envidia al gran moro de Venecia de odio "justificado". Los malos deseos resultan entonces mucho más tolerables al Superyó y se reducen los sentimientos de culpa.
En el odio puede haber un componente muy importante de placer, sobre todo si se perpetra una venganza que creemos que reparará alguna situación de indignidad. La envidia, sin embargo, como se ha visto, no constituye nunca una experiencia placentera: nos pone en contacto con nuestras sensaciones de inferioridad de forma demasiado directa. La envidia siempre supone sufrimiento. En su Sueño de la muerte, Ouevedo (1622) retrata así a la envidia: "[Estaba] en ayunas de todas las cosas, cebada en si misma, magra y exprimida. Los dientes, con andar siempre mordiendo de lo mejor y de lo bueno, los tenía amarillos y gastados. Y es la causa de lo bueno y lo santo, para morderlo, lo llega a los dientes; mas nada bueno le puede entrar de los dientes adentro". Quevedo estaba señalando una de las características que hacen tan dolorosa y maladaptativa a la reacción envidiosa: no resulta en provecho o, en terminología psicoanalítica, no consigue la incorporación del objeto bueno; antes bien, aspira a aniquilarlo. Sin embargo, a pesar de su naturaleza eminentemente destructiva, la envidia es parte de la condición humana y, de un modo u otro, y en mayor o menor grado, se manifestará por doquier. Su presentación puede variar mucho en cuanto a forma y a consecuencias en la práctica, pero es completamente utópico el anhelo de no ser "Ni envidiado ni envidioso", de que hablara Fray Luis de León en una célebre décima.
Ocurre, tanto con el odio como con la envidia, que tienden a ser más intensos cuanto más conocidas o próximas son las personas objeto de dichos sentimientos.
“Acerrima proximorum odia", dijo Tácito en una frase que por la contundencia peculiar del latín suena mejor sin traducir. Es entre familiares que suelen darse las pasiones más fervientes, y no sólo las amorosas, sino, efectivamente, también las rencorosas y envidiosas. Vienen aquí a la memoria las estrofas lorquianas del Romancero gitano (1924-27), " ¿Quién te ha quitado la vida / Cerca del Guadalquivir? /-Mis cuatro primos Heredias, / Hijos de Benameji./ Lo que en otros no envidiaban,/ Ya lo envidiaban en mí".
Soluciones
La mente humana tiene que recurrir a diversos mecanismos de defensa inconscientes, para restaurar la autoestima lesionada en las comparaciones envidiosas y equilibrar así la homeostasis narcisista. Estos mecanismos pueden ser más o menos adaptativos. Llamamos patológicos a aquellos patentemente maladaptativos. Un caso extremo de éstos puede ser el de los individuos que cometen actos "grandiosos" de terrorismo o el de aquéllos que atentan contra celebridades admiradas/envidiadas.
En el estudio de las múltiples formas de presentación de la envidia es crucial comprender que todos los seres humanos tenemos que negociar intrapsíquicamente de alguna manera el dolor de nuestra vanidad herida en las comparaciones desfavorables. Ninguno nos libramos. El refrán "Si los envidiosos volaran, no nos daba nunca el sol" es inexacto; la conclusión correcta seria, "¡No quedaría nadie con los pies en la tierra!". Aquéllos que aseguran no haber sentido nunca envidia están afirmando lo imposible. Como mucho, puede que no hayan estado conscientes de ella.
Los modos en que nos protegemos de la aflicción de la envidia dependen de la intensidad de ésta y del repertorio de las defensas psicológicas a nuestra disposición. Éstas pueden dividirse en dos grandes grupos: 1) el de aquéllas encaminadas a eliminar las características envidiadas o al individuo mismo que las posee, y 2) el de aquéllas destinadas a lograr una fusión fantaseada con la grandeza del individuo envidiado.
El primer grupo de defensas es característico de la envidia propiamente dicha. Las del segundo están más relacionadas con la admiración. La psicogénesis de la admiración -comúnmente tipificada como "envidia sana"- se debe a la misma motivación que la envidia "malsana", pero en lo manifiesto se trata de soluciones defensivas muy distintas; diríanse opuestas.
Puede mencionarse algo también acerca de las reacciones defensivas no del envidioso, sino del envidiado. Éste, por prudencia, puede ocultar o disimular sus cualidades o posesiones; "Si tu dicha callaras, tu vecino no te envidiara", dice un refrán castellano. El envidiado puede optar por soslayar conscientemente o ignorar inconscientemente las malas intenciones de sus semejantes. Puede inclinarse por pensar que la envidia del prójimo es señal de su propia superioridad; "¡se apedrean las plantas que dan fruto! I ¿Quién del árbol estéril hace caso?". O puede preferir creerse invulnerable o sentirse despreciativamente indiferente a la rabia de otros; "¿Qué le importa a la luna, allá en los cielos, I Que le ladren los perros de la tierra?" (Marcos Zapata, 1958).
Los atributos destacables y los logros excepcionales son los que atraen la envidia, "polilla del talento”, como la llamara Campoamor. Pero la calidad y cantidad de ésta reflejan indefectiblemente los orígenes y el estado actual de la autoestima del envidioso, y es esto lo que descubrimos, una y otra vez, en el psicoanálisis clínico.
En los pacientes en análisis se observa cómo emergen de la represión las sensaciones de defecto, insuficiencia y privación que subyacen a la reacción envidiosa. La consiguiente toma de consciencia de estas sensaciones asociadas a los recuerdos de la infancia suele ser muy dolorosa, pero, por otra parte, posibilita al paciente el no acudir automática y regresivamente al recurso psicológico de la envidia: le libera de la compulsión a desear el mal al prójimo, distónica para su Superyó. Cuando menos, le atenúa lo forzoso de su propensión a arrastrar a otros hasta el nivel de su propia inferioridad (o por debajo), y le permite poder gozar, a veces por primera vez en su vida, de oportunidades y de placeres estéticos y morales antes bloqueados por la envidia.
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