Por SAMUEL ARANGO M. | Publicado el 24 de diciembre de 2012 / Periodico El Colombiano
Hace muchos años, en una diminuta y desconocida aldea que ni siquiera aparecía en el mapa, nació un Hombre.
Su madre era campesina. Su padre un humilde artesano judío. Su adolescencia y su juventud transcurrieron en otra pequeña ciudad, insignificante.
Trabajó silenciosamente en un taller hasta que tuvo 30 años de edad. Durante tres años se desempeñó como predicador ambulante.
Jamás escribió un libro. No llegó a ser gerente. No tuvo casa ni domicilio. No alcanzó títulos académicos.
Se alejó apenas unos kilómetros del lugar donde nació. No conoció las grandes ciudades. No saludó reyes, ni presidentes, ni empresarios.
Sus amigos más cercanos eran simples pescadores o agricultores. Se presentaba como Él mismo, era su única recomendación.
Siendo muy joven, la clase política se volvió contra Él. Lo creyeron peligroso porque la gente lo seguía. Sus amigos huyeron. Uno de ellos lo negó. Fue traicionado y entregado a sus enemigos.
Se le sometió a un juicio de burlas, sin defensas. Fue torturado y clavado en una cruz, entre dos reconocidos ladrones.
Sus verdugos se jugaron a los dados lo único que Él tenía: su túnica usada. Su tumba la prestó un amigo.
Publio Léntulo, gobernador de Judea, envió a Tiberio, el Emperador romano una carta en la que hablaba de Él detalladamente. El manuscrito se guarda en la biblioteca de los Padres Lazaristas, en Roma:
"Te envío, Majestad, la respuesta que con tanta ansiedad esperabas. Últimamente ha hecho su aparición en Judea un hombre dotado de extraordinario poder; lo llaman El Gran Profeta; sus discípulos lo apellidan Hijo de Dios. Su verdadero nombre es Jesús. A diario se cuentan de él raros prodigios: resucita a los muertos, cura todas las enfermedades y tiene asombrada a Jerusalén con su extraordinaria doctrina. Es de aspecto majestuoso, de resplandeciente fisonomía, llena de suavidad; a la vez severo y dulce, inspira respeto y amor a quien lo ve. Su cabello es del color del vino y desciende ondulado sobre la espalda, donde se parte en dos, al estilo nazareno. Su frente es pura y altiva; tiene el cutis sonrosado y límpido; su boca y su nariz son perfectas; su barba abundante y del mismo color de sus cabellos; sus ojos son azules, plácidos y brillantes; sus manos finas y largas; sus brazos, de una gracia encantadora. Es semejante a su madre que es la más bella figura que se haya visto en estos contornos (…).
Nadie lo ha visto reír, pero muchos lo han visto llorar. Va con los pies descalzos y la cabeza descubierta. Viéndolo a distancia hay quien lo desprecie, pero estando en su presencia no hay quien no se estremezca con hondo respeto. Cuantos se acercaron a él dicen haber recibido enormes beneficios: pero hay quienes lo acusan de ser un peligro para el César porque afirma que reyes y esclavos son todos iguales ante Dios…
Mándame sobre el particular lo que quieras y serás prontamente obedecido.
Vale.
P. Léntulo"
21 siglos después, ningún ser humano ha logrado influir tan poderosamente en la vida del hombre sobre la tierra como lo logró este sencillo Maestro, al que llamaron Jesucristo.
Su madre era campesina. Su padre un humilde artesano judío. Su adolescencia y su juventud transcurrieron en otra pequeña ciudad, insignificante.
Trabajó silenciosamente en un taller hasta que tuvo 30 años de edad. Durante tres años se desempeñó como predicador ambulante.
Jamás escribió un libro. No llegó a ser gerente. No tuvo casa ni domicilio. No alcanzó títulos académicos.
Se alejó apenas unos kilómetros del lugar donde nació. No conoció las grandes ciudades. No saludó reyes, ni presidentes, ni empresarios.
Sus amigos más cercanos eran simples pescadores o agricultores. Se presentaba como Él mismo, era su única recomendación.
Siendo muy joven, la clase política se volvió contra Él. Lo creyeron peligroso porque la gente lo seguía. Sus amigos huyeron. Uno de ellos lo negó. Fue traicionado y entregado a sus enemigos.
Se le sometió a un juicio de burlas, sin defensas. Fue torturado y clavado en una cruz, entre dos reconocidos ladrones.
Sus verdugos se jugaron a los dados lo único que Él tenía: su túnica usada. Su tumba la prestó un amigo.
Publio Léntulo, gobernador de Judea, envió a Tiberio, el Emperador romano una carta en la que hablaba de Él detalladamente. El manuscrito se guarda en la biblioteca de los Padres Lazaristas, en Roma:
"Te envío, Majestad, la respuesta que con tanta ansiedad esperabas. Últimamente ha hecho su aparición en Judea un hombre dotado de extraordinario poder; lo llaman El Gran Profeta; sus discípulos lo apellidan Hijo de Dios. Su verdadero nombre es Jesús. A diario se cuentan de él raros prodigios: resucita a los muertos, cura todas las enfermedades y tiene asombrada a Jerusalén con su extraordinaria doctrina. Es de aspecto majestuoso, de resplandeciente fisonomía, llena de suavidad; a la vez severo y dulce, inspira respeto y amor a quien lo ve. Su cabello es del color del vino y desciende ondulado sobre la espalda, donde se parte en dos, al estilo nazareno. Su frente es pura y altiva; tiene el cutis sonrosado y límpido; su boca y su nariz son perfectas; su barba abundante y del mismo color de sus cabellos; sus ojos son azules, plácidos y brillantes; sus manos finas y largas; sus brazos, de una gracia encantadora. Es semejante a su madre que es la más bella figura que se haya visto en estos contornos (…).
Nadie lo ha visto reír, pero muchos lo han visto llorar. Va con los pies descalzos y la cabeza descubierta. Viéndolo a distancia hay quien lo desprecie, pero estando en su presencia no hay quien no se estremezca con hondo respeto. Cuantos se acercaron a él dicen haber recibido enormes beneficios: pero hay quienes lo acusan de ser un peligro para el César porque afirma que reyes y esclavos son todos iguales ante Dios…
Mándame sobre el particular lo que quieras y serás prontamente obedecido.
Vale.
P. Léntulo"
21 siglos después, ningún ser humano ha logrado influir tan poderosamente en la vida del hombre sobre la tierra como lo logró este sencillo Maestro, al que llamaron Jesucristo.
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