Mentirosos

Ana Cristina Aristizábal Uribe | anacauribe@gmail.com | Publicado el 28 de febrero de 2011

Lo primero que se nos enseñó a todos, cuando éramos niños, es que no se podía mentir. Todo el mundo sabía -y sabe- que las mentiras dañan la confianza y que así no se puede construir nada.

Si en alguna norma moral estamos todos de acuerdo es en que no se pueden decir mentiras.

Entonces, ¿qué nos estará fallando que todo el mundo lo sabe y muy poquiticos lo hacen?

Las mentiras diarias están corroyendo la sociedad, y aunque todas son muy graves, centrémonos en las que dicen aquellos que ejercen algún cargo de autoridad: los padres de familia, los educadores, los gobernantes, las autoridades judiciales, los congresistas, las Fuerzas Armadas y estas cuatro últimas, para colmo de males, replicadas -con todo el volumen que eso implica- en los contenidos mediáticos.

(La propaganda apareció como una de las grandes armas usadas durante la Primera Guerra Mundial para crear enemigos inexistentes y azuzar a la masa contra ellos. Fue cuando la humanidad aprendió a inventarse cosas terribles contra otros, para justificar los ataques contra ellos).

La mentira hace perder la confianza, genera caos y confusión. Una sociedad se desmorona cada vez que las mentiras sustituyen a la verdad, porque la vedad es la que permite que la confianza se mantenga vigente y no se rompa el sentido de comunidad que nos debe cohesionar (todo el mundo ve con sospecha a los demás y termina viéndolos como a enemigos).

¿Cómo exigirles a las nuevas generaciones hablar con la verdad cuando los adultos mienten -por todo- cada día?

Lo ven en su casa, lo ven en el sistema educativo, lo ven en las esferas eclesiales, lo ven en la televisión.

¿Por qué criticar ciertas conductas de los hijos de este tiempo, cuando a diario ven la doble moral de una sociedad que actúa con mentiras y engaños?

La educación no solo es la que se imparte frente al pizarrón, también es la que se transmite con la vida.